Cuando yo digo AMOR no puedo atenerme a un criterio abominable que se basa en la condenación del acto supremo del cual procede mi propia existencia y en el cual fue protagonista mi madre, un ser de infinita moralidad y pureza. Sólo por su presencia en ese acto, lo concibo lleno de santidad y purificación. No puedo admitir la divinización de la mujer sin pecado concebida sin evitar que mi madre quede automáticamentee convertida en pecadora. Es una calumnia por definición, sólo porque se cumplieron en ella las leyes inexorables de la naturaleza, acusándola de haberse hundido en la podredumbre para concebirme y procrearme. No acepto ser hijo de la infamia. Las religiones primitivas y el capitalismo moderno, que han convertido las acciones más puras en acciones monetarias, son los culpables. Mi madre fue una criatura entrañablemente pura e inmaculada. Fue al matrimonio inspirada por el amor, con la clara y consciente determinación de procrear una familia dentro de las normas morales de su sociedad y de su tiempo, por cierto extremadamente rigidas. Iba en plena santidad de cuerpo y santidad de espíritu, tal vez embellecida por su velo de novia, símbolo de pureza. Al menos esas eran las normas y siguen siéndolo. Reconozco que en la vida moderna, y también en la antigua, no pocas veces el amor ha sido encanallado, adulterado, embrutecido y despojado de sus delicadas sublimaciones, convertido en pic-nic. No digo eso cuando digo amor. Digo el encuentro del cuerpo impoluto de mi madre con el marido que la sociedad le dió, consagró en la ley, y la religición y sus propios padres bendijeron. De manera que crisparse los pelos hipocritamente cuando se afirma que el amor carnal es el amor esencial, el noble, el puro, el inmaculado, el poético, aquel sagrado amor al que destino a mis hijas, es una ignominia.
De la entrevista a Pedro Mir en Respuestas sobre el amor, de Francisco Garzón Céspedes, página 48
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